EL PODER SIN IGUAL DEL AMOR
por Carlos Rey

Hace muchos años, en una aldea de Escocia, una mujer acostó a su bebé, bien
envuelto en una frazada, sobre un montón de heno en el campo donde ella
trabajaba. De pronto, una enorme sombra pasó sobre los trabajadores y, antes de
que alguien pudiera impedirlo, una gigantesca águila se llevó entre sus garras al
pequeño con frazada y todo. No hubo tiempo para reaccionar: la reina de las aves
se elevó con la misma rapidez con que había bajado en picada, y ascendió hasta
perderse de vista en la cúspide de la montaña.

Un fornido marinero se ofreció a escalar la montaña donde el águila tenía su nido,
pero luego de intentarlo se dio por vencido y regresó sin nada. Acto seguido,
emprendió el ascenso un robusto leñador con el mismo propósito, pero las fuerzas
le faltaron y volvió frustrado.

La pobre mujer había cifrado sus esperanzas en que uno de los dos hombres
rescatara a su hijito, pero nada pudieron hacer. Así que determinó que no había
más remedio que hacer el intento ella misma. Cuanto más procuraron disuadirla de
su empeño por los peligros que había, más resuelta estuvo a arriesgarlo todo por
salvar a su hijo.

La angustiada madre, presa del terror pero armada de valor, comenzó el penoso
ascenso de la montaña y, a pesar del intenso dolor que le provocó la fatiga, no se
detuvo hasta que llegó al enorme nido del águila. Allí, con mucho cuidado rescató
del nido el precioso envoltorio, se lo ató al pecho y descendió con él hasta llevarlo
de vuelta a su aldea, sano y salvo.

¿Cómo se explica que aquella mujer, a pesar de tenerlo todo en contra, lograra lo
que no habían sido capaces de hacer ni el marinero ni el leñador? La respuesta
está en que a ella la impulsó un poder extraordinario, el poder del vínculo invisible
que la unía espiritualmente a su hijo. ¡Era el poder del amor!
Así como aquella pequeña criatura cayó presa del águila, también el mundo ha caído
presa del pecado. Sólo que Jesucristo nuestro Salvador, a diferencia de la madre
de esta historia, no sólo resolvió arriesgarlo todo por salvarnos, sino que dio su
vida para lograrlo. Consciente de su misión, Cristo mismo dijo: «Nadie tiene amor
más grande que el dar la vida por sus amigos.»1 Con eso nos dio a entender lo que
lo impulsó a morir en una cruz para rescatarnos de las garras del pecado. ¡Era la
inmensidad de su amor, que tiene un poder sin igual!

Ahora Cristo nos invita a que aceptemos su amor incomparable, y nos manda que
nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado. A Dios gracias que Él no
sólo nos dio ejemplo, como lo dio la valiente madre frente al águila, sino que
también nos ayuda a amar a los demás tal y como Él nos amó a nosotros.