Cuando no reste ya ni un solo grano de mi existencia en el reloj de arena, al conducir mi gélido cadáver, no olvidéis esta súplica postrera: no lo encerréis en los angostos nichos que llenan la pared formando hileras, que en la lóbrega, angosta galería jamás el sol de mi país penetra.
El campo recorred del cementerio, y en el suelo cavad mi pobre huesa; que el sol la alumbre y la acaricie el aura, y que broten allí flores y hierbas.
Que yo pueda sentir, si allí se siente, a mi alrededor y sobre mí, muy cerca, el vivo rayo de mi sol de fuego y esta adorada borinqueña tierra.
José Gautier Benítez
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